Escrito por:
Rafael García del Valle
La aceptación del concepto de “ciencias ocultas” como cajón de sastre para diferentes disciplinas sin conexión aparente ha supuesto una tergiversación de la historia del conocimiento, dice el historiador holandés Wouter J. Hanegraaff.
Siempre ha existido, explica Hanegraaff, la idea de que hay fuerzas invisibles a los sentidos que rigen las interacciones en la naturaleza, lo cual ha demostrado ser la esencia de la ciencia moderna. En la antigua Grecia, tales fuerzas se estudiaban bajo conceptos como dynamis, energeia, sympatheia, antipatheia e idiotetes arretoi; este último significa “propiedades indescriptibles”, pero tenía un uso más reducido que el que luego tendría el concepto medieval de “cualidades ocultas”.
Este concepto, “cualidades ocultas”, nada tiene que ver con las ideas modernas sobre “lo oculto”, es decir, en relación al “ocultismo”, una asociación que se produce definitivamente en el siglo XVIII pero que se fue gestando poco a poco. En realidad, las cualidades ocultas respondían a la distinción aristotélica entre cualidades manifestadas de las cosas, percibidas a través de los sentidos, como el color y el gusto, y las cualidades que no se perciben directamente, como pudiera ser el magnetismo, la energía electrostática o el poder curativo de ciertas hierbas.
En la antigua Grecia, mageia era un término positivo referido al conocimiento y la relación con los dioses, pero con el tiempo se impregnó de connotaciones negativas que terminaron por dominar cualquier sentido del mismo, especialmente en la Europa altomedieval; desde entonces, la magia se asociaría con la invocación de fuerzas malignas o, en su versión más ligera, con la práctica de actividades fraudulentas con las que sacar tajada de la superstición popular. Pero, como suele suceder con todo dogma en toda época, llegó el momento de los dilemas.
En el siglo XIII, los escolásticos redescubrieron la ciencia de la Grecia clásica a través de los textos conservados por la cultura islámica, y ahí se toparon con un problema: muchos de los nuevos conocimientos explicaban asuntos que los poderes del cristianismo habían condenado como superstición. Por suerte para los escolásticos, Isidoro de Sevilla había distinguido en su día entre astrologia superstitiosa y astrologia naturalis, siendo la primera digna de charlatanes dedicados a adivinar el futuro y la segunda, la base de lo que hoy conocemos como astronomía; todo lo cual permitió extender la discriminación al ámbito de la “magia”; de este modo, buena parte de los estudios de las fuerzas de la naturaleza pudieron ser exculpados de pactos con el Maligno.
Se legitimó así la investigación y manipulación de fenómenos que se aceptaron ya no como caprichos demoniacos, sino como procesos naturales, lo que resultó fundamental para la posterior historia de la ciencia: la magia naturalis respondía a leyes físicas, no a milagros, y como tales leyes, podía ser estudiada y controlada.
Al no ser accesibles a los sentidos, las cualidades ocultas sólo eran conocidas de manera indirecta, por sus efectos. Pero la causa era inaccesible, de modo que se escapaban al estudio “científico” según lo entendía la scientia medieval, para la cual dichas cualidades ocultas eran un recordatorio de que Dios impone límites a la curiosidad de los hombres.
El problema fue que los límites entre la magia naturalis y la magia superstitiosa eran bastante permeables, de modo que cualquier asunto “imperceptible” con intenciones poco dignas de lo empírico podía acabar formando parte de la filosofía natural. Pero tal problema, y los ataques posteriores a todo lo relacionado con lo “oculto”, lejos de ser tratado desde una perspectiva racional, respondió en realidad, según Hanegraaff, a un dilema teológico: el cristianismo se estaba viendo invadido por tradiciones ajenas, y muchas veces incompatibles, a la doctrina cristiana; había que impedir su contaminación.
Esto fue un auténtico quebradero de cabeza para el orden establecido, sobre todo a partir del siglo XVI y el redescubrimiento, por parte de los humanistas italianos, de los textos herméticos y neoplatónicos de ascendencia gnóstica.
La magia, por aquel entonces, había dejado de ser demoníaca, pero también se alejaba de lo estrictamente “natural” para empaparse de los secretos de la Cábala y de las revelaciones del Corpus Hermeticum los cuales, por acción de estudiosos como Marsilio Ficino y la atracción de poderosos como los Medici, fueron acercados a los cánones de la tradición cristiana.
Fue así como, a finales del siglo XVI, se comenzaría a identificar el término “oculto” con el conocimiento hermético rescatado de la Antigüedad, en el que a las causas naturales había que añadir otras en las que participaba algún tipo de conexión espiritual y cuyo conocimiento y control exigía desarrollar capacidades olvidadas y desconocidas por la gran mayoría de los seres humanos; capacidades que otorgaban la posibilidad de obtener una sabiduría revelada, más allá del mero conocimiento sensible de las cosas. Pero –hay que subrayarlo porque es lo que se ha olvidado cuando se habla de ello— esa sabiduría de los humanistas italianos se revelaba no por gracia de un dios antropomorfo, sino por contacto con lo natural y la experiencia personal, y esta es la primera piedra que se puso para que pudiera surgir la ciencia moderna.
El siglo XVII sería el del rechazo definitivo a las llamadas “ciencias ocultas”, concepto por el cual se había terminado agrupando a la alquimia, la cábala y la astrología; pero, señala Hanegraaff, tal rechazo no provino de una argumentación sólida y racional en contra, sino de una imposición religiosa: el desprecio por todo lo relacionado con las denominadas tradiciones paganas con las que los humanistas habían manchado la pureza del cristianismo, a saber: caldea, persa y egipcia.
Fue así, a priori, que se las excluyó de cualquier debate serio en el ámbito académico. A partir del siglo XVIII, contra las denostadas ciencias de lo oculto se impuso una “ciencia real” acorde a las nuevas formas de erudición, es decir, acorde a la explotación técnica de la naturaleza.
Dice Hanegraaff que lo ocurrido entonces podría ser comparado con la división de las dos culturas que señalara en el siglo XX C. P. Snow: una de carácter humanista, vinculada a un conocimiento heredado y sustentado en la capacidad hermenéutica de sus intérpretes, y otra preocupada exclusivamente por el estudio experimental de la naturaleza. Algo muy importante se debió perder entonces que, a día de hoy, todavía es imposible, en la mente de la mayoría, la reconciliación de ciencia y humanidades.
La exclusión de lo académico fue la perdición para la primera, pues convirtió tales ciencias ocultas en pasto de mediocres e ignorantes, básicamente. Los símbolos necesarios para una correcta interpretación se fueron perdiendo, limitados a grupos cada vez más reducidos y marginados, mientras que lo poco que salía a la superficie era rápidamente contaminado por la superstición y la improvisación creativa de los oportunistas de turno.
En definitiva, concluye Hanegraaff, el desprecio y el declive de las tradiciones herméticas no respondieron a que se probara en ellas un pensamiento irracional y supersticioso, sino a que estaban vinculadas con un paganismo que era necesario extirpar en favor del cristianismo.
El éxito de esta labor estuvo en incluir todo aquello que no fuese ciencia empírica en un mismo saco denominado “ciencia oculta”, independientemente de sus razones e intenciones hermenéuticas. Es así como la alquimia, por ejemplo, quedó inscrita en la misma categoría que la brujería. Bastaba una asociación “pagana”, que incluía la herencia neoplatónica, para que cualquier conocimiento quedara desacreditado.
Es a partir de entonces que, entre otras cosas, la filosofía de corte platónico y el hermetismo de orientación gnóstica se tildarán de irracionales. Esta cuestión, sugiere Hanegraaff, exige ser revisada por el academicismo imperante si se quiere avanzar algo en el conocimiento de la historia de Europa.
Cabe recordar, en este sentido, que los llamados filósofos naturales, como Isaac Newton, dedicaron su vida a la alquimia, conocedores de sus símbolos y de la importancia de éstos para el desarrollo psíquico, y capaces por tanto de discriminar el grano de la paja.
Simbolismo también reconocido por los líderes revolucionarios sublevados contra Iglesia y monarquía, pues no fue gratuita la oficialización de los cultos de la diosa Razón y el “Ser Supremo” en la Francia postrevolucionaria –tampoco es gratuito que hoy se identifique la época con la primera y se ignoren las referencias al segundo—, donde hubo gran debilidad por la imaginería egipcia, dejando que se asomara, aunque discretamente, la tradición humanista-hermética de la Europa de los siglos XV y XVI, según la cual el auténtico saber pasaba por trascender la dualidad razón-intuición e integrarlas en un único método, del cual Giordano Bruno sería uno de los últimos grandes referentes públicos antes de que la corriente hubiera de transitar por el subsuelo de la cultura europea a riesgo de ser ajusticiada.
En otro libro sobre el tema, Western Esoterism: A Guide for the Perplexed, Hanegraaff insiste en el hecho de que los conceptos de “ocultismo” y “esoterismo”, como pretendido sinónimo de aquel, están hoy vacíos de significado profundo. Se limitan a ser etiquetas con que referirse a las supercherías y cuestiones de la difusa e indescriptible New Age, al tiempo que, por cometer la torpeza de equipararla con aquella, se niega una parte importante de la cultura europea sin apenas prestarle atención.
Lo único que tienen en común los componentes de esa parte negada es que fueron aspectos desestimados por una corriente muy concreta de la ideología ilustrada del XVIII, y ello por ser incompatibles con la ciencia según se entendía por entonces y el cristianismo que la acompañaba –científicos como Heisenberg, Pauli o el mismísimo Max Planck se preocuparon mucho por comprender y rescatar algunos de esos aspectos olvidados tras la, “aniquiladora” para la razón, década de 1920—. A día de hoy, una buena parte de los estudiosos peca de ingenuidad y cinismo al referirse al descrédito de lo oculto como un único “todo” cuyos detalles desconoce y que, por ello, identifica desafortunadamente con un modelo muy concreto de religión institucionalizada, por un lado, y con la superchería popular, por otro, sin que ninguna de ellas tenga nada que ver con el tema que aquellos pretenden conocer.
Pero es necesario recordar, incluso enseñar porque apenas se recuerda, que la espiritualidad es ajena a la religión, y que el laicismo nada tiene que deberle a los materialismos; como explica el filósofo alemán Thomas Metzinger, hay una espiritualidad laica, como hay una religión sin espiritualidad; más allá, el pensamiento científico permite filosofías idealistas, por mucho que hoy, tanto los nombres más aplaudidos en el ámbito académico como los más conocidos en la cultura popular, afirmen lo contrario.
Y ello es así porque, en un escenario semejante, se vacía el lenguaje, se tergiversan las proposiciones y se sustituye el contenido de los enunciados. En el caso concreto que nos ocupa, hoy se confunden superstición y pensamiento esotérico, sin apreciar que las palabras también tienen su historia, y la historia no puede entenderse si no se respeta el significado con que las vivió cada época.
Lejos de creencias inútiles, los esoterismos, en su significado real, han ejercido una función clave a lo largo de la historia: destapar las estructuras de poder, conscientes o inconscientes, y ayudar a los seres humanos a reforzar su voluntad e individualidad mediante el conocimiento de sí mismos frente a las ideologías impuestas desde el exterior.
En ese desvelo del mundo, no sólo caen los sistemas ortodoxos, sino también los falsos heterodoxos, incluidas las comunidades pretendidamente esotéricas que han perdido la pureza necesaria por demasiado componente circunstancial. De hecho, se cuenta que dicen por ahí que el auténtico esoterismo jamás dispuso de sociedades formalmente establecidas.
La historia de los papeles perdidos de Isaac Newton es la anécdota máxima de la necedad en que ha caído Occidente, tal y como deja al descubierto la investigadora Sarah Dry en The Newton Papers. Durante siglos, se quiso ocultar la inclinación esotérica del padre de la física moderna, y los documentos que expresaban sus pensamientos más profundos fueron pasando de mano en mano con un propósito común: apartarlos de la vista pública. Primero fue porque sus allegados habrían tenido problemas con las autoridades del momento; después, porque minaría la fama del científico; finalmente, porque humillaría el pensamiento establecido como firme y rígido de toda una civilización.
Pero para llegar a Newton y a la historia de tales papeles, sería necesario remitirse a otros acontecimientos que requieren de mucho más tiempo y espacio que el que se le concede a este artículo.
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Rafael García del Valle
Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, publicados principalmente en su blog Erraticario, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.
Esa labor de investigación le lleva a conocer y comprender el desarrollo de la Tercera Cultura, que establece puentes entre las ciencias y las humanidades.
García del Valle escribe alternando el rigor de un científico y la curiosidad de un viajero –tras varios años de trabajo en Irlanda e Inglaterra, regresó a España, donde sobrevivió como cocinero durante algunos años–. Sin embargo, por encima de todo, el suyo es el punto de vista de un divulgador.
Sitio Web: www.erraticario.com
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