Mientras
leía vuestra carta conseguía olvidar mi infeliz estado, y me parecía
volver a aquellos manejos en los que en vano invertí tantas fatigas y
tiempo. (Nicolás Maquiavelo, 29 de abril de 1513)
El
esquema parece repetirse una y otra vez a lo largo de la historia:
alguien movido por la ambición personal o por el deseo de ver hechas
realidad las ideas sobre las que ha teorizado se mete en la arena
política, gracias a su talento logra ascender en la jerarquía,
aproximándose cada vez más a ese poder que tanto ansía y le deslumbra,
hasta que cual Ícaro ascendiendo al Sol o polilla que se acerca
demasiado a la bombilla termina siendo achicharrado sin piedad.
Entonces, derrotado políticamente, renegado por sus antiguos aliados,
expulsado de su cargo, partido, ciudad o país, encarcelado o hasta
condenado a muerte, recapacita en sus últimos días sobre qué es lo que
ha fallado, qué hubiera cambiado de tener una segunda oportunidad o
incluso sobre qué sentido tiene todo: la política, el poder, los
ideales, la libertad, la vida misma. Podría decirse que una parte
considerable de la literatura, teoría política y filosofía occidental
son los restos de una larga serie de naufragios personales. ¿Por qué?
¿Cuánto hay de causa o de consecuencia? ¿Fracasaron como políticos por
pensar demasiado o fue ese fiasco el que los dejó meditabundos? Decía Eurípides
que los sabios tienen dos lenguas, con una dicen la verdad y con la
otra lo que conviene a cada momento, ¿acaso les sobraba una de las dos
para medrar en la política? Quizá un breve repaso de alguno de los
nombres más significativos nos ayude a entenderlo.
El fundador de esta larga dinastía de pensadores caídos en desgracia tras acercarse al poder fue, naturalmente, Platón.
Pionero en este como en tantos otros campos, podría decirse que su
experiencia política en Siracusa es una idea platónica al respecto de la
que las posteriores son una pálida sombra, lo que seguramente le habría
encantado. En el año 387 a.C. visitó por primera vez a esta ciudad
situada en la isla de Sicilia, un viaje que repetiría más adelante en
otras dos ocasiones. Su pretensión era hacer del tirano que gobernaba
allí, Dionisio, un gobernante-filósofo a la manera en que teorizó en su obra La República.
Pero el alumno le salió díscolo: no sabemos si porque no le entendió, o
porque le entendió demasiado bien, terminaría desterrándolo y
vendiéndolo como esclavo en una ciudad vecina. Posteriormente lo
intentaría de nuevo con su hijo y sucesor en el poder, Dionisio II,
y nuevamente terminaría decepcionado. Su sociedad utópica era perfecta
en todos los aspectos salvo en el pequeño detalle de que resultaba
irrealizable en la práctica, pero al menos su intento de hacerla
realidad no le costó la vida.
Tres grandes pensadores romanos como Cicerón, Séneca y Boecio no
tuvieron esa suerte. El primero fue un jurista, filósofo y, ante todo,
excepcional orador, que dejó para la posteridad una serie de discursos
en torno a la amistad, los dioses, la política… Empleó a fondo su
elocuencia para defender la república y granjearse poderosos enemigos
que le llevaron en cierto momento de su vida a decir «estoy
profundamente arrepentido de vivir, nadie ha sido jamás víctima de una
calamidad tan grande; para nadie ha sido más deseable la muerte».
Terminó exiliado en su residencia de Tusculum dedicándose a la escritura
pero la llegada al poder en el 43 a. C. de Marco Antonio —contra
el que había dedicado inspirados discursos— supuso su final de una de
las peores maneras imaginables: le cortaron la cabeza y las manos, que
fueron exhibidas públicamente en Roma.
Y
no decimos la peor porque ahí está el caso de Séneca. Otro destacado
filósofo que alcanzó un gran poder en el Senado romano, por lo que
estuvo a punto de ser condenado a muerte por el emperador Calígula y luego por Claudio,
aunque este último conmutó la pena por el destierro a Córcega. Fue allí
donde nuestro pensador escribiría algunas de las obras que le dieron la
inmortalidad. Tras ocho años de exilio regresó a la política
convirtiéndose en el tutor y consejero de Nerón (y gobernante de
facto del imperio), pero viendo que al emperador su presencia cada vez
le resultaba más molesta, Séneca terminó retirándose de la vida pública.
Momento que de nuevo le serviría de inspiración literaria, hasta que de
todas maneras Nerón terminó ordenando su muerte, cría cuervos… Como
buen romano, Séneca prefirió entonces el suicidio cortándose las venas
primero, bebiendo cicuta después sin lograr que hiciera efecto y tomando
un baño caliente en el que finalmente le llegaría la muerte.
El
tercero en desgracia fue Boecio. Nacido en Roma en el año 480, su
ascenso político fue fulgurante: llegó a ser senador a los veinticinco,
cónsul a los treinta, y apenas una década después consejero del rey Teodorico el Grande,
un cargo en el que tuvo un considerable poder político y que le
permitió atribuir sendos cargos de cónsules para sus hijos. Pero ese
mismo rey terminó enviándolo a prisión bajo la acusación de
conspiración. Había llegado a lo más alto con presteza y ahora de forma
aún más rápida lo había perdido todo ¿Cómo había sido tal cosa posible?
En sus largos meses de soledad en la celda, mientras esperaba el momento
de su ejecución, pensó en ello obsesivamente hasta darle forma en un
libro que le sobreviviría, Consolación de la filosofía.
Escrito de acuerdo a los cánones romanos de las consolaciones y a modo
de libro de memorias, de especulación filosófica y teológica, narra en
él su desgracia («yo que en mis mocedades componía hermosos versos, cuando todo a mi alrededor parecía sonreír, hoy me veo sumido en llanto, y ¡triste de mí!, solo puedo entonar estrofas de
dolor») y llega a la conclusión de que hay que sobrellevar los vaivenes
de la vida con estoicismo, pues la diosa Fortuna es caprichosa:
Hago
girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que
estaba abajo y se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres,
pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo prescriba, no
consideres injusto el que te haga bajar.
Así
le habla cuando se aparece ante sus ojos en prisión, creando una imagen
que arraigaría con firmeza en la cultura europea durante los siglos
posteriores, como ya vimos aquí. Se
diría a la luz de los ejemplos que estamos viendo que esta diosa
generosa y cruel juega con todos nosotros, aunque parece tener especial
predilección por aquellos que se lanzaron al ruedo político.
Otro autor que influiría considerablemente en el imaginario occidental fue Dante Alighieri.
Nació en torno a 1265 y desde joven estuvo inmerso en las intrigas
políticas que dividían a los florentinos primero entre güelfos
(partidarios del Pontificado) y gibelinos (partidarios del Sacro Imperio
Romano Germánico) y —una vez fueron derrotados los segundos— entre
güelfos blancos y negros. Inicialmente la diosa Fortuna lo hizo ascender
a un alto cargo como magistrado y embajador de la ciudad pero en el año
1302 se deleitó en hacerlo caer estrepitosamente: los equilibrios
políticos que le habían beneficiado dieron un brusco giro y junto a
otros seiscientos güelfos blancos fue condenado al exilio para el resto
de su vida. Su caída en desgracia y su resentimiento hacia quienes le
traicionaron fueron sin embargo muy inspiradoras para su faceta de
escritor, pues apenas dos años después comenzó su gran obra, La divina comedia.
En este monumental poema se retrata a sí mismo caído en el infierno,
que irá recorriendo en sus nueve círculos acompañado por el poeta Virgilio.
En cada nivel descubrirá un tormento distinto para las almas allí
atrapadas, como espantosos ríos de sangre en los que se ahogan
eternamente, torbellinos, lluvias de fuego, fosos de resina hirviente,
cementerios con las almas enterradas hasta la cintura… y en cada lugar
casualmente va encontrándose a los diferentes enemigos políticos que
tuvo en Florencia. Esa parte, la del infierno, fue la primera que
escribió de La divina comedia —se estima que entre 1304 y 1307—
y fue la más brillante, la que le hizo entrar en el Olimpo de la
literatura universal. Más adelante en las cánticas del purgatorio y del
paraíso retrató a quienes les debía gratitud, como el señor de Verona,
que lo acogió en su exilio. Pero ya no era lo mismo.
Dos
siglos después nacería otro florentino con un destino similar en
ciertos aspectos, como si no hubiera vidas originales para todos y a
algunos les tocase una repetida. Estamos hablando de Nicolás Maquiavelo. Su gran oportunidad política llegó con la expulsión del poder de los Médici
en 1494. Fue entonces cuando comenzó su carrera de funcionario que le
haría ascender cuatro años después a canciller y secretario de la
Segunda Cancillería. Ejerció de embajador para su ciudad-estado ante
reyes, príncipes y papas, observándolos como un entomólogo a sus
insectos. Analizaba meticulosamente su comportamiento, escrutando cuándo
decían la verdad o iban de farol así como intentando prever su próxima
jugada (y lo hizo a menudo con gran acierto). Pero en 1512 el papa Julio II
impuso el regreso de los Médici al poder, haciendo acabar así la
república florentina y con ella la carrera política de Maquiavelo, que
fue sometido a torturas acusado de conspiración y posteriormente
condenado al exilio. En su retiro en una pequeña propiedad rural además
de leer a Dante comenzó a escribir inspirándose en su vida anterior,
plasmando sobre el papel sus observaciones sobre el poder. Nacería así El príncipe.
Si Maquiavelo es una de las figuras que encarnan el Renacimiento, Baltasar Gracián
lo es del Barroco. Los jesuitas han sido considerados tradicionalmente
como gente astuta y vinculada al poder y Gracián es un buen ejemplo de
ello. Formado en la orden de los jesuitas, tuvo siempre grandes
ambiciones políticas que le llevaron primero a trabar amistad con Vincencio Juan de Lastanosa,
un noble aragonés conocido por su mecenazgo cultural. Pero más adelante
quiso probar suerte en la Corte de Madrid, una experiencia que terminó
en un doloroso fracaso… y que de nuevo fue motivo de inspiración
literaria. Posteriormente escribiría obras como El Criticón, El Político y Oráculo manual y arte de prudencia. Este último influyó notablemente en filósofos como Schopenhauer y Nietzsche, aunque hoy día se haya convertido en un libro de autoayuda para ejecutivos al estilo de El arte de la guerra de Sun Tzu.
Es una colección de aforismos con los que aconseja al lector cómo ser
un buen cortesano arribista. Todos ellos giran en torno a ser taimado,
mentiroso, traicionero y manipulador hasta tal extremo de refinamiento y
perversidad que algunos críticos posteriores lo han considerado una
sutil parodia y una crítica implacable a las intrigas cortesanas que
tanto le escarmentaron y en general al ambiente imperante en cualquier
centro de poder. Todo político que se precie hoy día parece seguir su
máxima «ni por el hablar en la plaza se ha de sacar el sabio, pues no
habla allí con su voz, sino con la de la necedad común, por más que la
esté desmintiendo su interior». Y cualquier ciudadano en consecuencia
merece estar advertido por este otro:
Es
el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La
verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye; raras vezes llega
en su elemento puro, y menos quando viene de lejos; siempre trae algo
de mixta, de los afectos por donde passa; tiñe de sus colores la passión
quanto toca, ya odiosa, ya favorable. Tira siempre a impressionar: gran
cuenta con quien alaba, mayor con quien vitupera. Es menester toda la
atención en este punto para descubrir la intención en el que tercia,
conociendo de antemano de qué pie se movió.
Tras
el Barroco llegó la Ilustración, y con ella un nutrido grupo de
intelectuales que cuestionaron el poder vigente y se subieron al carro
de la Revolución. En realidad el mismo concepto de «intelectual» podría
decirse que tiene aquí su nacimiento, en lo que tiene de escritor que
influye en la opinión pública en favor de alguna causa política.
Podríamos mencionar varios nombres pero un ejemplo paradigmático lo
tenemos en el caso de Nicolás de Condorcet. También recibió
formación de los jesuitas, lo que le permitió aprender sus argucias y
combatirlos luego de manera infatigable. Su aguda inteligencia le hizo
destacar en varios campos, siendo nombrado inspector general de la
Moneda. Pero su protagonismo llegaría con la Revolución Francesa, con él
como uno de sus principales ideólogos, ejecutores y, finalmente,
víctima de ella. Participó en la Asamblea legislativa, y por su
posicionamiento moderado se ganó la hostilidad de los jacobinos, que le
obligaron a permanecer oculto tras la orden de arresto que dictaron en
su contra. Durante ese periodo aprovechó para escribir Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, cuyo
optimista título parecía una amarga ironía en relación con la precaria
situación en la que vivía. Finalmente fue capturado por las autoridades y
murió en su celda, aparentemente por suicidio, en el año 1794.
Si
el siglo XVIII supuso la invención del intelectual, el XX los llevó a
su máximo apogeo. Algunos se distinguieron por apoyar la democracia
frente al fascismo, como en el caso español sin ir más lejos, con
figuras como Unamuno o Lorca, con un coste personal ya conocido: arresto domiciliario y asesinato. Otros se posicionaron según las modas o las conveniencias en un sentido u otro a lo largo de la guerra fría cultural, pero
la mayoría se manifestaron encendidamente partidarios de los
totalitarismos de diverso signo. Los motivos de esta cerrada adhesión a
regímenes que han llevado la tiranía y la muerte a millones de
individuos por parte de personas cultas e inteligentes —que ingenuamente
cabía suponer que apoyarían ideales ilustrados— han sido objeto de
profundos análisis (El opio de los intelectuales, de Raymond Aron o Pasado imperfecto, de Tony Judt)
y requerirían otro artículo. La lista sería interminable, pero una
figura muy interesante y cuya trayectoria vital tuvo algo que ver con
otras que hemos mencionado es la de Albert Speer, que tras ser el arquitecto de Hitler
y su ministro de Armamentos, terminó cumpliendo condena en la cárcel de
Spandau tras los juicios de Núremberg. Allí escribió sus memorias, un
libro de lectura sencillamente imprescindible en el que volcó con mucho
detalle y a veces también cierta autoindulgencia su paso por el
epicentro mismo del Tercer Reich. Y ya que mencionamos el nazismo, para
concluir este breve recorrido regresando a los orígenes no podemos dejar
de citar la conocida anécdota sobre el filósofo Martin Heidegger,
cuando ocupó de nuevo su cátedra universitaria tras haber apoyado al
nazismo de forma entusiasta y un colega le preguntó burlonamente «¿de
vuelta de Siracusa?».
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