Eduardo Galeano | Sábado 17 de agosto 2013 10:08 hrs.
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y
cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre
agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto, con mi mujer,
lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a
otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para
que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y
tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda,
incluyendo los pañales. ¡Se entregaron inescrupulosamente a los
desechables!
Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó botar. ¡Ni los
desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles
guardando los mocos en el pañuelo de tela del bolsillo. Yo no digo que
eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí
del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de
ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo
cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o
el monitor de la computadora todas las navidades.
Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda
la vida. Es más ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La
gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta
palanganas.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que
en toda la historia de la humanidad. Tiramos absolutamente todo. Ya no
hay zapatero que remiende un zapatero, ni colchonero que sacuda un
colchón y lo deje como nuevo, ni afiladores por la calle para los
cuchillos. De “por ahí” vengo yo, de cuando todo eso existía y nada se
tiraba. Y no es que haya sido mejor, es que no es fácil para un pobre
tipo al que lo educaron con el “guarde y guarde que alguna vez puede
servir para algo”, pasarse al “compre y bote que ya se viene el modelo
nuevo”. Hay que cambiar el auto cada tres años porque si no, eres un
arruinado. Aunque el coche esté en buen estado. ¡Y hay que vivir
endeudado eternamente para pagar el nuevo! Pero por Dios.
Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis
amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que, además,
cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y
a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la
misma casa y el mismo nombre. Me educaron para guardar todo. Lo que
servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir.
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué
cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque
éramos de hacer caso a las tradiciones) guardamos hasta el ombligo de
nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de
infantes, el primer cabello que le cortaron en la peluquería… ¿Cómo
quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los
pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen
fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma
facilidad con la que se consiguieron?
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era
para los manteles y los trapos de cocina, el segundo para los cubiertos y
el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y
guardábamos… ¡¡Guardábamos hasta las tapas de los refrescos!! Los
corchos de las botellas, las llavecitas que traían las latas de
sardinas. ¡Y las pilas! Las pilas pasaban del congelador al techo de la
casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que
vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida
útil en un par de usos.
Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡Los diarios! Servían
para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en
el piso los días de lluvia, para limpiar vidrios, para envolver. ¡Las
veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al
trozo de carne o desenvolviendo los huevos que meticulosamente había
envuelto en un periódico el tendero del barrio! Y guardábamos el papel
plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer adornos de
navidad y las páginas de los calendarios para hacer cuadros y los
goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el
cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos reutilizarlos estando
encendida otra vela, y las cajas de zapatos que se convirtieron en los
primeros álbumes de fotos y los mazos de naipes se reutilizaban aunque
faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que
decía “éste es un 4 de bastos”.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el
ganchito de metal. Con el tiempo, aparecía algún pedazo derecho que
esperaba a su otra mitad para convertirse otra vez en una pinza
completa. Nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Y
hoy, sin embargo, deciden “matarlos” apenas aparentan dejar de servir.
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en
base las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas. Las
latas de duraznos se volvieron macetas, portalápices y hasta teléfonos.
Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa
belleza y los corchos esperaban pacientemente en un cajón hasta
encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se
desechan y los que preservábamos. Me muero por decir que hoy no sólo los
electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la
amistad son descartables. Pero no cometeré la imprudencia de comparar
objetos con personas.
Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la
memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. De la moral que
se desecha si de ganar dinero se trata. No lo voy a hacer. No voy a
mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y
a lo caduco lo hicieron perenne.
No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte en cuanto
confunden el nombre de dos de sus nietos, que los cónyuges se cambian
por modelos más nuevos en cuanto a uno de ellos se le cae la barriga, o
le sale alguna arruga. Esto sólo es una crónica que habla de pañales y
de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que
plantearme seriamente entregar a mi señora como parte de pago de otra
con menos kilómetros y alguna función nueva. Pero yo soy lento para
transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que ella me
gane de mano y sea yo el entregado.
http://radio.uchile.cl/2013/08/17/me-cai-del-mundo-y-no-se-por-donde-se-entra-para-mayores-de-50
Blog de Maria Elisa Castellanos Solá. Sobre o Homem, o Ser, a Sociedade, as Circunstâncias e o Futuro. Um arquivo pessoal de caráter multidisciplinar que compartilho com o público.
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